Según el diario norteamericano, el autor del texto es un alto cargo del Gobierno de Estado Unidos del que no puede revelar su identidad. Y se entiende. Porque el escrito es demoledor: revela hechos insólitos, como la existencia de un grupo de “resistentes” integrados discretamente en el equipo de Trump, que trabaja desde hace meses para frenar –dicen- los dislates del presidente.
El hecho, como digo, ha provocado una encendida discusión sobre el uso de las fuentes anónimas, los confidentes o los chivatos en el Periodismo. Una disputa que resulta especialmente interesante retomar ahora cuando los principales directivos del sector periodístico llevan años detrás de la fórmula mágica que les permita detener la espantada de lectores, telespectadores y radioyentes.
En charlas informales y foros de opinión los expertos y analistas no se andan por las ramas. Los grandes medios tienen grandes dificultades en salir de ese periodismo homogéneo, plano, declarativo, basado en las ruedas de prensa y las convocatorias oficiales que les vuelven predecibles e innecesarios, mal agravado si cabe por la presencia de Internet.
Los estudios realizados por las Asociaciones de Periodistas de España confirman que las notas de prensa oficiales sepultan a los informadores y suponen un obstáculo (y una coartada, a veces) para que estos no salgan a la búsqueda de fuentes originales.
A todo esto hay que sumarle hoy la proliferación de las llamadas ‘fake news’. Cada vez resulta más fácil confundir a los ciudadanos, generar contenido mendaz que, convenientemente presentado y difundido, provoca cambios interesados en los estados de opinión. Por eso, decía el otro día un artículo editorial de El Mundo, hay que apostar por una mayor transparencia en el uso de las fuentes.
Otros críticos aseguran que el lector tiene derecho a conocer de dónde procede exactamente la noticia, a quién es atribuible. El anonimato de la fuente, explican otros, es abusivo y negativo porque debilita la confianza del lector, que puede pensar que el periodista se ha inventado la información.
Sin embargo, estas demandas legítimas hay que hacerlas compatibles con una realidad: sin el uso de las fuentes anónimas habría sido imposible descubrir hechos de gran relevancia. Es un recurso útil y valiosísimo, si se trabaja con honestidad y rigor. De hecho, los portales informativos más acreditados de nuestro país, por audiencia e influencia, actúan con informantes que sólo revelan su identidad al periodista.
También El Mundo, por cierto, se precia de obtener exclusivas, que sirven de inspiración al resto de la prensa, por este camino. Lucía Méndez publicó este domingo, sin ir más lejos, una interesante pieza sobre los tropiezos del Gobierno de Pedro Sánchez elaborada con declaraciones de fuentes no identificadas. Y El País abría su edición dominical revelando que Manuela Carmena vuelve a presentarse a la alcaldía de Madrid: el periodista no desvelaba el nombre de la persona que confirmaba ese dato.
La sociedad sigue necesitando de las fuentes anónimas porque, en algunos casos, es el único modo de ofrecer claves de gran relevancia o denunciar los abusos de poder. El caso más emblemático es el trabajo llevado a cabo en su día por Bob Woodward y Carl Berstein que acabó con la dimisión del presidente Richard Nixon en agosto de 1974, tras dos años de escándalo e informaciones en el Washington Post. Sin la famosa ‘Garganta Profunda’, el Watergate nunca hubiera sido descubierto. En el año 2005, Mark Felt, el alto oficial del FBI y número dos entonces de ese departamento, decidió revelar por voluntad propia su identidad: él fue el chivato que filtró la información. Los periodistas habían prometido que nunca lo traicionarían y así lo hicieron durante 30 años, actuando con un celo ejemplar.
Bien es cierto que para evitar fraudes o manipulaciones el periodista que las usa debe realizar un trabajo preciso y riguroso. Las motivaciones que mueven a las fuentes que se declaran dispuestas a hablar con un reportero, sin que su identidad sea revelada públicamente, son muy diversas: patriotismo, deseos de justicia, solidaridad, rectitud… pero también vanidad, despecho o venganza.
Aquí se la juega el profesional de la información cuya tarea es investigar, contrastar los hechos y presentarlos al lector, oyente o telespectador despojados de cualquier juicio de valor. Pero a mi modo de ver, su utilidad está fuera de toda duda.