Cuatro operaciones, dos ingresos en UCI, una intubación, cinco días conectada a una máquina que respiraba y oxigenaba su sangre por ella y un trasplante de corazón. Eso acumula Irene en toda su vida: tiene 20 meses. Nació en marzo de 2020, con la llegada de la pandemia, y hasta ahora ha pasado un tercio de ese tiempo en el Hospital Gregorio Marañón, en Madrid. Una mañana de finales de este noviembre también está en el centro, pero solo ha acudido de visita: abre, hojea y cierra libros, se va sujetando de una silla a una mesa, de la mesa a la pierna de su madre, y de ahí a una estantería para llegar hasta el sillín de una moto más grande que ella a la que pide con ruiditos, pero con autoridad, que la suban. Esta bebé que no deja de mirar, sonreír, chapurrear y tocarlo todo durante una hora es la misma de la que sus padres se han despedido dos veces en el último año, dos noches en las que pensaron que era la última noche. Y es también la primera niña en el mundo que ha recibido un nuevo tratamiento a partir de sus propias células nacidas en los laboratorios de ese gran hospital para regular la respuesta del sistema inmune, evitar el rechazo del trasplante e intentar conseguir que ese órgano sea para siempre.
Pasó por una intubación a causa de una infección a principios de septiembre. Dos semanas después, por una primera cirugía para hacerle un banding pulmonar, un estrechamiento de la arteria pulmonar para reducir el flujo de ese órgano. Por una segunda, urgente, horas después. Cinco días más en ECMO [una unidad de oxigenación por membrana extracorpórea, que oxigena la sangre y respira por el paciente]; “con el pecho abierto, mal, muy mal, fue la peor noche de nuestra vida, la que ves claramente que se puede morir”, dice Juan mirándose las manos. Y de nuevo por quirófano, ese mismo mes, para colocarle un resincronizador, un marcapasos especial que hace que los ventrículos se contraigan al mismo tiempo.
Y en medio de aquellos días, en los que Juan y María solo adivinaban los ojos de Irene en medio de vías y tubos y en los que hacían malabares para trabajar y quedarse en casa con sus otros dos hijos —Gonzalo, de seis años, y Martina, con cuatro—, llegó la propuesta de incluir a la bebé en el ensayo. “Nos sentaron en ese sofá”, explica Juan señalando el mueble blanco al otro lado de la habitación: “Nos contaron todo, cómo era el estudio, que era algo que nunca se había hecho, y nos dieron un rato para pensarlo. No nos hizo falta. Después de todo lo que pasó esos días y sabiendo que el trasplante no es para toda la vida, te viene alguien y te dice que un nuevo tratamiento podría conseguir que dure para siempre, ¿y cómo le vas a decir que no? Dijimos que sí. No teníamos nada que perder”.
El sistema inmunológico tiene un mecanismo propio de regulación o tolerancia en el que trabajan esas células que produce el timo: las T reguladoras (Tregs), que, como indica su nombre, regulan, controlan y reducen las respuestas inflamatorias inadecuadas. “En contraposición”, explica el facultativo, “están las efectoras (Teff), las que atacan ante una amenaza”. Si el sistema inmune fuese un gobierno, las Treg serían la diplomacia y las Teff, el ejército. Y en este caso, la cuestión era encontrar el equilibrio.
Aunque es muy variable, se calcula que en los tres primeros años, en la mayoría suele haber entre un 10 % y un 20% de rechazo agudo —”que no siempre significa que se pierda y el paciente muera, a veces se detecta a tiempo y se trata con medicamentos y vuelven a salir adelante”, matiza Correa—. Para quienes tienen reemplazado el corazón, la mediana de supervivencia del trasplante es de unos 15 años: “Es decir, que algo más de la mitad de los corazones se pierden antes de los 15 años”.
En un bebé, con la sangre que se le puede sacar, se consiguen alrededor de un millón de Tregs; en un adulto, con medio litro, 40 millones (apenas para una dosis de tratamiento); con el timo, 10.000 millones de reguladoras. Y al timo encaminaron sus esfuerzos Esther Bernaldo de Quirós, Marjorie Pion y el resto de este equipo que ha abierto un nuevo camino en la ciencia. “Y nos dimos cuenta no solo de que era posible, sino que la calidad y la cantidad eran increíbles. ¿Tiene sentido, no? Cogerlas de la fábrica, recién hechas. Pues no se había pensado nunca”, cuenta el inmunólogo. Lo hicieron ellos. Y los padres de Irene dijeron “sí”.
Sí a que se convirtiera en la primera bebé en el mundo en recibir terapia con células Tregs y la primera persona en el mundo en recibirla con Tregs del timo (thyTreg). Con ese sí, unos días después de la cirugía, el equipo de Correa colgó una pequeña bolsita transparente al lado de la cama de Irene, le engancharon una vía, y el tratamiento entró en el torrente sanguíneo de esa niña que apenas pesaba cinco kilos. “Una vez ahí, las células patrullan por el organismo y donde haya activación, inflamación, van y ejercen su función: regular esa inflamación”.
Un año después, Irena ya roza los nueve kilos y durante todos estos meses “no ha habido ni un signo de rechazo, el corazón está precioso y funciona de maravilla”, cuenta Camino, la cardióloga. Y Correa explica que durante esos primeros 12 meses, justo el periodo de más incidencia del rechazo, lo normal es una caída de las células reguladoras: “Obviamente porque se retira el timo, y por los fármacos inmunosupresores que tienen que tomar, que afectan también, entre otras cuestiones porque cuando se desarrollaron estos medicamentos no se conocían las Tregs, por lo que no se pudieron tener en cuenta a la hora de hacerlos”.